Para conocer un poco más el teatro de posguerra y, en general, el texto teatral, os proponemos trabajar por grupos sobre un fragmento de Eloísa está debajo de un almendro (extraído de la edición publicada en Ediciones ARH, 1973). Cada grupo elegirá o tendrá asignada una de las tareas que se explican más abajo, e irán trabajando de forma autónoma con ayuda puntual del o la docente. Una vez realizado el trabajo por equipos, lo ideal es organizar una puesta en común donde cada grupo presente a la clase su trabajo.
Acotación inicial
ACTOPRIMERO
Salón —llamémoslo así— en casa del padre de MARIANA. Es una pieza, a todo foro, de trazado irregular; el lateral izquierdo es perpendicular a la batería, pero el derecho forma en su segunda mitad un brusco ángulo recto y la pared sigue en una extensión de unos dos metros y medio, paralela a la batería para torcer de nuevo al cabo de ellos, alejándose de un modo un poco oblicuo y ya definitivamente hacia el foro. A lo largo de ese trozo de pared de dos metros y medio paralelo a la batería, se abre un hueco de dos metros de largo por tres metros o tres metros y medio de alto que permite ver un fragmento de una segunda habitación. El hueco tiene acceso a la escena merced a una grandilla de dos escalones que corre en toda su extensión. En el tercer término de dicho lateral derecho existe una puerta muy alta, y en el tercer término del lateral izquierdo, otra del mismo tamaño. Al fondo del foro, cristalera que da a un jardín; la cristalera está decorada con motivos primitivos y religiosos. En la izquierda del mismo foro, arranque de escalera, hacia abajo, que se pierde en el foso. Esto en cuanto a la estructura de la estancia. En cuanto al moblaje, la decoración y el atrezzo, la habitación no puede resultar más absurda: tiene el sitio de recibir, de cuarto de estar y de salón-museo; y también tiene algo de almoneda, y algo también de sala de manicomio. Por lo pronto, y para empezar por algún lado, hay que advertir que en el hueco que se abre en el trozo del lateral derecho paralelo a la batería se alza una cama con dosel, del más puro siglo XVI, y en el primer término del lateral, en el ángulo, para compensar, una linterna cinematográfica. Y detrás de ella, otra puerta. A la derecha de la cabecera de la cama se ve una inmensa librería, llena de volúmenes, revistas y papeles, y en una de cuyas tablas más próximas al lecho hay instalado un bar americano y un aparato de radio; por arriba, la librería se pierde detrás del dosel. A los pies de la cama, dos anchos estantes repletos de cajas de cartón de tamaños diversos y en donde reposan multitud de objetos extraños: un microscopio, un violín, un saxófono, una guitarra, una ruleta, un mecano, dos o tres juguetes de cuerda y un par de pistolas de salón son los más visibles. Para concluir lo que afecta al lecho, al que —naturalmente— se sube desde la escena por la gradilla de dos escalones ya mencionada, diremos que, apretando determinado resorte, el hueco abierto en la pared queda tapado por una especie de persiana de corredera, parecida a las que cierran los bureaux americanos, que juega de arriba abajo y que al bajarse oculta la cama y la habitación. En la pared, cerca del lecho, una campana de estación. Enfrente, en el lateral izquierdo, resulta un tiro al blanco que han fijado en la pared. En el mismo lateral y en el ángulo del tercer término se alza un piano de cola y cuatro atriles musicales. El moblaje general de la estancia es de tal modo abundante que hay muchos más muebles que espacios para circular. Se ven tres tresillos diferentes, cinco o seis sillones de épocas y dimensiones distintas, cuatro o cinco mesas, también de diversos tamaños y formas, tres o cuatro consolas, dos o tres cómodas, un vis-à-vis y un ejército de sillas. También se descubre en un rincón un monumental brasero de copa. Ninguna mesa, consola ni cómoda está libre, sino ocupada por multitud de cacharros, jarrones, relojes de mesa, lámparas, velones, floreros, urnas y fanales, y en todo el espacio que la vista alcanza, desde la batería al farolillo, deja de verse un objeto y otro, porque, asimismo, hay profusión de esculturas de todas las escuelas y estilos. En el barandado de arranque de la escalera del fondo se levanta una figura femenina de bronce, de las que tanto se estilaban en el siglo XIX, sosteniendo unos globos de luz apagados; y a ambos lados del ventanal del foro también existen otras figuras escultóricas, de regular tamaño. Con las paredes, tanto del salón en que nos hallamos como de la habitación que se descubre a través del hueco de la derecha, ocurre lo propio que con el suelo y los muebles; y el número de cuadros, panoplias, grabados, fotografías, cornucopias y espejos que cuelgan de ellas es tal, que las cubre casi por entero. Por lo que afecta al techo, tampoco él se ve libre de la abrumadora abundancia y, dejando aparte las pinturas y escayolas que lo adornan, penden de su centro, hacia el segundo término, una inmensa araña, y, cerca del fondo, otra más pequeña; sobre el lecho de la derecha hay también una luz supletoria, y, por último, la escalera del fondo que simula conducir a la planta baja, asimismo se halla iluminada por un farolón de vidrios de colores. Se trata, en suma, como ya se habrá comprendido, al llegar aquí, de una habitación inverosímil, tan extraña e incongruente como sus propios dueños, y entrar en la cual no deja de producir algún mareo y se le hace difícil, por entre las barreras de muebles, a todo aquel que no esté acostumbrado a vivir en campos atrincherados o que no posea condiciones personales para encontrar fácilmente la salida en los laberintos de las verbenas. Tres puertas, la del primer término derecho, la del tercer término derecho y la del tercer término izquierdo, ostentan gruesos y pesados cortinajes, recogidos a ambos lados con cordones y grandes borlas; y, en general, el gusto que preside el arreglo del salón — suponiendo que pueda presidirlo algún gusto— es el que estuvo de moda setenta u ochenta años atrás, complicado y agravado por la insensatez diversa y variada de sus habitantes. A excepción de los globos de luz de la escultura femenina que remata el arranque de la escalera, las demás lámparas juegan todas y se hallan encendidas al comenzar el acto; en total, no suman arriba de una docena. Son las once y media, aproximadamente, de la misma noche en que se desarrolló el prólogo.
Al encenderse la luz de la mutación a oscuras, en escena, solo y acostado en la cama, EDGARDO. Se trata, como se habrá supuesto, del padre de MARIANA. Es un caballero de cincuenta años largos, de cara angulosa, gran aspecto y muy cuidadoso de su persona. Decir que está acostado no es completamente exacto, pues, en realidad, se halla sentado en la cama, bordando en un gran bastidor rectangular. Su actitud, sin embargo, es perfectamente digna, y todos sus ademanes, pausados y armoniosos, así como en su empaque personal, denota inteligencia y educación exquisita. Tiene la misma distinción innata que MARIANA y CLOTILDE, y es preciso dudar que un príncipe de la sangre bordase a mano con más altivez, mayor prosopopeya, mayor nobleza ni más elegancia. Viste un batín del mejor corte, de la mejor tela y del mejor gusto, y en el bolsillo del pecho le asoman, diestramente colocadas, las cuatro puntas de un perfumado pañuelo de seda. De tiempo en tiempo, sin dejar de bordar, fuma, dándole lentas chupadas a una larga boquilla de esmalte que coge y deja en un cenicero. Durante unos momentos EDGARDO borda y fuma tranquilamente. La radio, instalada al lado de la cama, toca una música moderna de aire romántico, que EDGARDO tararea complacido de cuando en cuando.
Escena del primer acto
(Por la escalera del fondo aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de Edgardo y viste el uniforme con gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al llegar arriba se inclina para hablarle a alguien que viene detrás.)
FERMÍN.—Suba por aquí. (Por la escalera surge Leoncio, un hombre de la edad aproximada de Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva puesta la corbata y en el chaleco a rayas que descubre debajo de la americana, se le nota que también es criado de profesión.) Y le digo lo mismo que le dije en los salones de abajo: mucho cuidado de no tropezar con los muebles, ¿eh?
[...]
EDGARDO.—¡Fermín! Oye... No olvides prepararlo todo, que dentro de cinco minutos salimos para San Sebastián.
(En este momento, por el foro izquierdo, aparece Micaela hablando a grandes voces.)
MICAELA.—¡Edgardo! ¡Edgardo! ¿Estoy yo loca o has dicho que te vas a San Sebastián?
EDGARDO.—Las dos cosas, Micaela.
(Esta Micaela merece párrafo aparte también y no hay más remedio que dedicárselo. Se trata de una dama igualmente distinguida e igualmente singular que el resto de la familia que vamos conociendo. Es un poco mayor que Edgardo y no podemos decir que esté más desequilibrada, porque Edgardo ha dado ya algunas muestras de estarlo bastante. Micaela viste totalmente de negro, es rígida y altiva; se expresa siempre de un modo dominante, como si se hallase colocada a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y en el momento en que la conocemos lleva dos grandes perros sujetos con una cadena. Sus ojos negros y enormes tienen una mirada dura e impresionante. Avanza deprisa, tirando de los perros y con destreza de persona ya habituada a ello, por entre los muebles hacia la cama de Edgardo.)
MICAELA.—(De un modo patético.) ¡Insiste por ese camino, Edgardo! Insiste por ese camino, que algún día acabarás por decir algo ingenioso. Pero, dejando aparte tus sarcasmos, que ya no me hieren ni me ofenden, yo me pregunto si no puedes irte a San Sebastián mañana por la noche u otra noche cualquiera, que no sea la noche de hoy precisamente...
EDGARDO.—¿Y por qué en la noche de hoy no debo irme a San Sebastián?
MICAELA.—Porque esta noche van a venir ladrones, Edgardo. Te lo estoy anunciando desde el lunes. ¡Y no me lo discutas! No me lo discutas, porque ya sabes que a mí eso no se me puede discutir...
EDGARDO.—Ya, ya lo sé. Y no pienso discutírtelo. (Volviéndose a Fermín.) Aíslame, Fermín.
FERMÍN.—Sí, señor.
(Toca el resorte de la pared, y la especie de persiana de madera que aísla una habitación de otra comienza a bajar.)
MICAELA.—(Patéticamente.) ¡Aislándote no evitarás que los ladrones vengan, Edgardo!
EDGARDO.—Pero dejaré de verte y de oírte, Micaela.
(La persiana baja del todo, tapando la cama y el trozo de habitación correspondiente.)
MICAELA.—(Digna y pesarosa.) Bien está. Cuando yo digo que ésta es una casa de locos... Irse a San Sebastián esta noche, justamente esta noche, que toca ladrones... (Dando un enorme suspiro.) ¡En fin! Por fortuna, vigilo yo y vigilan Caín y Abel (Por los perros.), que si no estuviéramos aquí nosotros tres, no sé lo que sería de todos... (Se va por el primero derecha, llevándose a remolque a los dos perros.)
Continuación
LEONCIO.—(Estupefacto.) ¿Quién es ésa?
FERMÍN.—La hermana mayor del señor.
LEONCIO.—¿Y qué es eso de que esta noche toca ladrones?
FERMÍN.—Pues que se empeña en que vienen ladrones todos los sábados. Está más perturbada aún que el señor; es un decir. De día no sale nunca de su cuarto y ésta es la que colecciona búhos. Tal como usted la ve, con los perros a la rastra, se pasará toda la noche en claro, del jardín a la casa y de la casa al jardín.
LEONCIO.—Pues habría que oírles a los perros si supieran hablar.
FERMÍN.—Creo que están aprendiendo para desahogarse.
LEONCIO.—(Riendo.) ¡Hombre! Eso me ha hecho gracia...
FERMÍN.—¡Chis! No se ría usted, que aquí las risas están muy mal vistas.
(Por la escalera del fondo surge entonces como un obús Práxedes. Es una muchacha pequeña y menuda que personifica la velocidad. Trae una bandeja grande con una cena completa, dos botellas, vasos, mantelería, etc., y avanza con todos sus bártulos, como un gato por un vasar, vertiginosamente y sin rozar ni un objeto, hasta una mesa donde deposita la bandeja, y, con rapidez nunca vista, arregla y sirve un cubierto sin dejar un instante de hablar, no se sabe si con Fermín o consigo misma.)
PRÁXEDES.—¿Se puede? Sí, porque no hay nadie. ¿Que no hay nadie? Bueno, hay alguien, pero como si no hubiera nadie. ¡Hola! ¿Qué hay? ¿Qué haces aquí? Perdiendo el tiempo, ¿no? Tú dirás que no, pero yo digo que sí. ¿Qué? ¡Ah! Bueno, por eso... ¿Que por qué vengo? Porque me lo han mandado. ¿Quién? La señora mayor. ¿Que qué traigo? La cena de la señora, porque es sábado y esta noche tiene que vigilar. ¿Que por qué cena vigilando? Pues porque no va a vigilar sin cenar. ¿Te parece mal que vigile? Y a mí también. Pero ¿podemos nosotros remediarlo? ¡Ah! Bueno, por eso... Y ahora a dejárselo todo dispuesto y a su gusto. ¿Que lo hago demasiado deprisa? Es mi genio. Pero ¿lo hago mal? ¿No? ¡Ah! Bueno, por eso... Y no hablemos más. Ya está: en un voleo. ¿Bebidas? ¡Claro! No iba a comer sin beber. Aunque tú bebes aunque no comas. ¿Lo niegas? Bien. Allá tú. Pero ¿es cierto, sí o no? ¿Sí? ¡Ah! Bueno, por eso. (Yendo hacia Fermín y Leoncio.) ¿Y la señora? ¿Se fue? Lo supongo. Por aquí, ¿verdad? (El primero derecha.) Como si lo viera. ¿Que si voy a llamarla? Sí. (Señalando a Leoncio y mirándole.) Éste va a ser el criado nuevo, ¿no? Pues por la pinta no me parece gran cosa. ¿Que sí lo es? ¡Ah! Bueno, por eso... Aquí lo que nos hace falta es gente lista. Ahí os quedáis. (Inicia el mutis.) ¿Decíais algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Que no decías nada? ¡Ah! Bueno, por eso... (Se va por el primero derecha.)
LEONCIO.—Y esta es otra loca de la familia, claro.
FERMÍN.—No. Esta es la señorita de compañía de doña Micaela y está en su juicio.
LEONCIO.—¿Que está en su juicio?
FERMÍN.—Sí. ¿Es que ha notado usted algo raro en ella?
LEONCIO.—¿Cómo que si he notado algo raro en ella? ¿Y usted no nota nada oyéndola hablar?
FERMÍN.—Yo es que ya no discierno, acostumbrado como estoy a... ¡Claro! Si no podré aguantar ni ocho días más... Si también el criado que estuvo antes que yo perdió la chaveta...
LEONCIO.—¡Pero hombre!
FERMÍN.—Si de aquí salgo para una celda de corcho...
LEONCIO.—No sea usted pesimista, caramba.
Continuación II
FERMÍN.—(Mirando el reloj y alarmándose.) ¡Ahí va! Dos minutos para el tren de San Sebastián. Hay que arreglarlo todo en un vuelo. (Pone junto a la cama unas maletas y manipula en el «cine».)
LEONCIO.—(Siguiéndole.) Oiga, usted, ¿pero eso de San Sebastián era fetén?
FERMÍN.—¿El qué?
LEONCIO.—El viaje del señor.
FERMÍN.—Hombre, claro. Rara es la noche que no se va a algún lado... No ve que tiene toda clase de cosas para distraerse y a ratos hasta tira al blanco desde ahí, que por eso exige a su criado no le importen los tiros; pero llega un momento en que la cama le aburre, y necesita viajar.
LEONCIO.—Pero ¿sin moverse de la cama?
FERMÍN.—Sí, claro. De la cama no se mueve más que lo justo para que yo se la arregle por las mañanas. Y para estirar las piernas por aquí un ratillo, porque, si no, a estas horas ya estaría paralítico. ¿No ve que lleva así veintiún años?
LEONCIO.—¡Hay que ver!
FERMÍN.—Pues para viajar acostado es para lo que tiene usted que aprender los horarios y los trayectos ferroviarios. Porque el señor, a veces, se duerme viajando, pero uno tiene que estar ojo avizor toda la noche para tocar la campana al salir el tren de cada ciudad, que hay que hacerlo a la hora exacta; cantar los nombres de las estaciones y vocear las especialidades de la localidad.
LEONCIO.—Oiga usted, ¿y paran ustedes en muchos sitios?
FERMÍN.—La noche que el señor va en el correo, sí; pero otras noches, que tiene prisa, coge el rápido, y entonces la cosa es llevadera.
LEONCIO.—Y con este aparato, ¿qué hay que hacer?
FERMÍN.—Esto es para proyectar vistas de los sitios principales por donde se pasa. (Se acercan ambos a la linterna.) ¿Ve? (Enseñándole una caja.) Aquí están las del itinerario de San Sebastián, numeradas y por orden de proyección... (Mirando el reloj.) ¡La hora! Vamos allá. Siéntese usted ahí y fíjese bien en todo para que aprenda pronto...
(Toca el resorte de la pared y la especie de persiana de madera se levanta, descubriendo la cama, donde Edgardo está leyendo un libro.)
EDGARDO.—¿Qué? ¿Ya es la hora?
FERMÍN.—Sí, señor. Van a dar la salida.
EDGARDO.—¿Tiene los billetes? ¿Has facturado los equipajes?
FERMÍN.—Sí, señor. Y aquí lo bultos de mano. Todo está en regla, señor.
EDGARDO.—¿No ha venido nadie a despedirnos?
FERMÍN.—No, señor.
EDGARDO.—Mejor. Las despedidas son siempre tristes.
LEONCIO.—(Que contempla la escena asombrado y sentado en un sillón. Aparte.) ¡Chavó, qué imaginación!
FERMÍN.—(Toca un pito, la campana, y luego una sirena.) Ya salimos, señor.
EDGARDO.—¡Andando! Llevamos muchísimo retraso, pero lo ganaremos mañana en Alsasua. Voy a echar una cabezadita hasta Villalba.
FERMÍN.—Hay parada en La Navata, señor.
EDGARDO.—Bueno, pero si voy dormido, no me despiertes. (Se reclina en la almohada y cierra los ojos.)
LEONCIO.—(Aparte.) Y viajando así no habrán descarrilado nunca, claro... (Fermín se le acerca, sentándose en otro sillón.)
FERMÍN.—¿Qué? ¿Se queda usted en la casa?
LEONCIO.—Pues, la verdad, lo estoy dudando.
FERMÍN.—Me lo temía. Tres aspirantes se han rajado al ver esto de los viajes.
LEONCIO.—Hombre, viendo esto se raja Emilio Salgari. No por el viajar en sí, que, ya ve usted, yo nací yendo mis padres a una becerrada en Busdongo, sino por el miedo ese de acabar en un manicomio, que a usted ha empezado a entrarle al cabo de cinco años, y que a mí ha principiado a rondarme ahora, al salir el tren.
FERMÍN.—Pero usted comprenderá que sueldos como estos no se ganan sin trabajo.
LEONCIO.—Hombre, claro.