La lírica durante el último cuarto del siglo XX
Durante los últimos años setenta, el panorama de la poesía estaba dividido entre Los novísimos, con sus presupuestos de renovación formal y vanguardista, que ya empezaban a agotarse, y quienes abogaban por el resurgir de la poesía social, que tampoco tenían gran calado. Así pues, desde principios de los años ochenta surgen nuevos poetas que propician la salida de este encallamiento.
La propuesta principal y dominante es la poesía de la experiencia: de corte realista, da cabida al lenguaje cotidiano y coloquial, de forma que resulta muy accesible; es una poesía narrativa, donde un yo lírico, situado principalmente en entornos urbanos, nos habla de anécdotas y sensaciones de todos los días, y utiliza para ello la métrica tradicional. Se trata de establecer una comunicación fluida con el lector, incluso con alusiones explícitas, de modo que este puede sentirse fácilmente identificado con la experiencia del poeta, que no es propuesto como un ser superior, sino como una persona normal, en oposición a la corriente derivada del Romanticismo.
En estrecha convivencia con estructuras políticas y de mercado, la poesía de la experiencia es el grupo con más presencia y ventas hasta final de siglo, desde que en 1983 los poetas Álvaro Salvador (1950), Javier Egea (1952) y Luis García Montero (1958) firmaran el manifiesto «La otra sentimentalidad», donde sentaron las bases de esta tendencia. Este último autor, García Montero, es el más relevante del movimiento: algunas de sus obras más reconocidas son El jardín extranjero (1983), Habitaciones separadas (1994) o La intimidad de la serpiente (2003). Muchos de sus poemas giran en torno a la vida nocturna de la ciudad y los amores. Otros autores de este movimiento son Felipe Benítez Reyes (1960), Carlos Marzal (1961), Ángeles Mora (1952), Benjamín Prado (1961) o Aurora Luque (1962).
Otros poetas se van adscribiendo a lo largo de su trayectoria a diversos movimientos que no terminan de constituir un grupo poético asentado, pero que, en todo caso, son propuestas diferentes, e incluso opuestas, a la de la poesía de la experiencia:
La poesía minimalista es una lírica filosófica, que huye de la anécdota y busca la expresión concisa, contenida, tanto que se llamó incluso «poesía del silencio». Bebe de las vanguardias y de la búsqueda de la poesía pura, pues se trata de condensar el verso hasta que quede sólo lo esencial en breves poemas escritos. Podemos encontrar en esta línea a Chantal Maillard (1951), Miguel Casado (1954) o Ada Salas (1965), aunque tanto estos como otros autores han ido evolucionando en su poética.
Encontramos una lírica neosurrealista o irracionalista en poetas como Blanca Andreu (1959), cuyo libro De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1981) fue muy celebrado entre la crítica, o Juan Carlos Mestre (1957). Este último autor también tiene obras en intensa conexión con lo telúrico y lo ancestral, como Antífona del otoño en el valle del Bierzo (1986). Y en 1980 Ana Rossetti (1950) publica Los devaneos de Erato, con la que propone una poesía también diferente, que parte del neoerotismo como forma de transgresión.
Ya en los noventa, va tomando cuerpo una poesía anclada en una sensación de desencanto, hastío o tedio, que recoge la vida cotidiana desde otra óptica, más desazonada, como hace Pablo García Casado (1972) en Las afueras (1997), o autores con un estilo más cercano al realismo sucio, como Roger Wolfe (1962) o Karmelo C. Iribarren (1959).
En 1997, Jorge Riechmann (1962) publica El día que dejé de leer El País, un poemario muy crítico con la sociedad capitalista que funciona como detonante para visibilizar el movimiento llamado «poesía de la conciencia», heredero de la poesía social o comprometida, pero con presupuestos renovados, al verse inmersa en un mundo globalizado donde las desigualdades son cada vez mayores. Es una lírica de denuncia y advertencia ante los conflictos socio-económicos y políticos que sigue teniendo presencia hasta hoy en día, cuando es atravesada también por el ecologismo. En este grupo encontramos también a Antonio Orihuela (1962) o Isabel Pérez Montalbán (1964), entre otros.
Durante los años ochenta y noventa, el número de lectores/as de poesía, aunque siempre muy inferior a los de narrativa, creció enormemente en comparación con las décadas anteriores. Entre las razones hay que subrayar la accesibilidad de los poemas experienciales, la labor de editoriales como Visor o Hiperión, la proliferación de revistas especializadas y la construcción de todo un sistema de premios nacionales y locales que han dado visibilidad al género y sirven, en general, de trampolín para la publicación de poemarios.