Hablaba poco de Yamrot y quizá quien más hablaba de ella, quien más quería saber de ella era Anna, que desde un principio se esforzó para que yo no la olvidara. Me pedía que le contara mis recuerdos sobre Yamrot, que la dibujara. Durante el primer viaje de regreso a Etiopía, y puesto que yo no tenía fotos de mi madre, Anna empezó a fotografiar a mujeres que podrían parecérsele (ya fuera por el peinado, la ropa, la edad...). Desde siempre me dijo que yo ahora tenía dos madres: Yamrot, que ya no estaba, y ella. Yo también, desde siempre, quise que se reconociera el esfuerzo de Yamrot y todo cuanto había hecho para establecer los pilares de mi educación. A menudo la gente comentaba con Ricard y Anna que yo era una niña muy bien educada y un día les dije: «No creáis que solo me habéis educado vosotros, ¿eh? ¡Yamrot también me enseñó muchas cosas!». [...] (pp. 60-61)
Hablando con chicos y chicas de mi edad adoptados en Etiopía he descubierto que muchos han huido de sus recuerdos y se han dejado abrazar por su nueva realidad. En ese proceso también rehúyen la confrontación que supone abrir y desempolvar esa caja imaginaria, llena de recuerdos, a menudo desagradables. Yo les hablo del dolor porque lo he vivido y también lo he percibido a través de aquellas personas que me han abierto las puertas de su dolor cuando se han reencontrado con sus familias biológicas o porque no han pisado Etiopía desde que se fueron de allí en la infancia. Algunos hemos observado con impotencia cómo, poco a poco, íbamos perdiendo nuestra lengua materna y con ella, un sistema de códigos completo que daba sentido a nuestras vidas.
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En el verano de 2003, poco antes de empezar a ir a la escuela por primera vez en Barcelona, todavía llamaba a Addis Abeba para hablar con Kumbi. Pero llegó un momento en que ya no lo entendía, no podía seguir la conversación, no encontraba las palabras, y dejé de telefonearle. O quizá dejé de llamar y por eso ya no lo entendía. Addis Abeba me quedaba muy lejos. Y yo tenía un montón de cosas por hacer: aprender dos lenguas nuevas a la vez (catalán y castellano), entender nuevos códigos de conducta, una cultura nueva... Además de aprender a leer y a escribir, a sumar y a restar, a nadar, a montar en bicicleta, a descubrir una comida que no había probado nunca y muchas otras novedades. A los siete años perdí una de las pocas cosas que tenía entonces y que era muy mía: mi lengua.
En el contexto de las adopciones internacionales se debate a menudo sobre los orígenes, sobre si hace falta o no regresar al país, si es preciso mantener contacto con la familia biológica cuando la hay. No obstante, no se habla lo suficiente sobre lo que supone perder la primera lengua materna, la lengua de los orígenes. Afortunadamente, una lengua puede aprenderse y recuperarse, porque tiene un papel fundamental en la formación de la identidad. Yo pasé algunos años —pocos— con el amárico borrado. Hasta que mis padres pidieron a Abraham, un joven que en 2004 estaba a medio camino de abrir el primer restaurante etíope de Barcelona, que viniera a nuestra casa una vez por semana a enseñarme a leer y a escribir en amárico, y a repasar el vocabulario que aún recordaba: los colores, los números, las partes del cuerpo... Al restaurante que abrió en Gràcia lo llamó Abisinia, el antiguo nombre de Etiopía. Más adelante abrió otro en el barrio de Sants y lo llamó Addis Abeba. Su hermana Rahel se quedó con el de Gràcia. Aquellas horas pasadas con Abraham, oyéndole hablar en amárico, haciendo de profesor sin serlo con tanto entusiasmo, me sirvieron de base suficiente para «reaprender» mi lengua por cuenta propia. Con dedicación constante y mucho esfuerzo volví a cantar en amárico entendiendo lo que cantaba y conseguí, como mínimo, alcanzar de nuevo el mismo nivel lingüístico que tenía al marchar de Etiopía, sin olvidar que mi vocabulario era «callejero» y mis anécdotas las propias de «hacer camino»: hablaba un amárico nada académico y muy nómada. (pp. 137- 139)
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Fue en mi adolescencia cuando decidí retomar el amárico de forma autodidacta primero y más formalmente, en cursos online, después. ¡Y todavía sigo haciéndolo! Ha sido un proceso muy largo y he perseverado en el esfuerzo de seguir adquiriendo más conocimientos, leyendo, escuchando y hablando amárico siempre que he podido (especialmente en mis viajes a Etiopía). De hecho, si tengo un objetivo claro en la vida es el de mantener vivo el amárico que he ido adquiriendo y mejorando sin parar, para siempre. El amárico forma parte de mi primera identidad, forma parte de mí.
Mis conocimientos de amárico actuales son mi símbolo de resistencia al olvido. Me atrevo a afirmar que no puedes entender tus orígenes sin entender la lengua. Algo que es aplicable a cualquier lugar y lengua del mundo. (p. 141)
Ennatu Domingo: Madera de eucalipto quemada (Navona, 2022, pp. 60-61, 137-139, 141)
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