Os proponemos leer sosegadamente un fragmento y compartir en gran grupo de forma oral vuestras impresiones, o incluso establecer un pequeño coloquio al respecto. Os podéis ayudar con las cuestiones que tenéis tras el texto.
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Lo reconozco:
Soy una mujer que es tercera generación: mi abuelo era veterinario, mi padre es veterinario y yo también lo soy. Soy la primera nieta, la primera hija, la primera sobrina. Pero también la primera veterinaria. Vengo de una familia que siempre ha estado ligada a la tierra y a los animales, a la ganadería extensiva. Mi infancia está llena de alcornoques, encinas y olivos, algún huerto, despensas y muchos animales. De pequeña, siempre los admiraba a ellos. Los hombres eran la voz y el brazo de la casa. De hecho, quería ser uno de ellos. De pequeña y hasta bien entrada la adolescencia, odiaba los vestidos, la melena que mi madre se empeñaba en peinarme y las muñecas con las que se suponía que tenía que jugar. Yo quería ser fuerte, corría detrás del rebaño sin miedo y me caía una y otra vez cuando me hacía la valiente sorteando las huellas, demasiado grandes para mi bici, que dejaban por un tiempo los tractores en los carriles. Siempre aparecía la primera cuando mi abuelo o mi padre necesitaban ayuda. Quería ser como ellos. Demostrarles que era tan fuerte y estaba tan dispuesta como ellos. Porque si hay algo que nos queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer. Siempre.
A esa edad, las mujeres de mi casa eran una especie de fantasmas que vagaban por casa, hacían y des-hacían. Eran invisibles. Hermanas de un hijo único, como dijo en una ocasión la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luís sobre su infancia. Hermanas de hombres fuertes. Mujeres invisibles a la sombra del hermano. A la sombra y al servicio del hermano, del padre, del marido, de los mismos hijos. Y no puede ser más certero y, a la vez, más doloroso. Porque es ésta la historia de nuestro país y de tantos: mujeres que quedaban a la sombra y sin voz, orbitando alrededor del astro de la casa, que callaban y dejaban hacer; fieles, pacientes, buenas madres, limpiando tumbas, aceras y fachadas, llenándose las manos de cal y lejía cada año, sabedoras de remedios, ceremonias y nanas; brujas, maestras, hermanas, hablando bajito entre ellas, convirtiéndose en cobijo y alimento; transformándose, con el paso de los años, en una habitación más que no se hace notar, en una arteria inherente a la casa.
Pero ¿quiénes son los que cuentan las historias de las mujeres? ¿Quién se preocupa de rescatar a nuestras abuelas y madres de ese mundo al que las confinaron, de esa habitación callada, en miniatura, reduciéndolas sólo a compañeras, esposas ejemplares y buenas madres? ¿Por qué hemos normalizado que ellas fueran apartadas de nuestra narrativa y no formaran parte de la historia? ¿Quién se ha apoderado de sus espacios y su voz? ¿Quién escribe realmente sobre ellas? ¿Por qué no son ellas las que escriben sobre nuestro medio rural?
Han tenido que pasar muchas cosas y mucho tiempo para conocer las historias de las mujeres de mi familia, para poder hurgar en ellas, reconocerme y sentirme orgullosa. Para preguntar sin pudor y conocer, y conocerme también, a fin de cuentas. Han tenido que quedarse las casas vacías, absurdas con sus marquitos de fotos, con ellas mirándome siempre. Han tenido que irse para no regresar muchas de ellas. A veces sin volver la vista atrás, sin dejar ni siquiera un leve rastro en la tierra para seguir sus pasos. Quizá las hijas nos hemos despertado un poco tarde, pero al fin cuestionamos y reivindicamos, tomamos el relevo con la voz. Ahora que miro atrás y me doy cuenta, no puedo evitar notar una sensación que no para de oscilar como un reloj de pared entre la rabia y la culpa. ¿Por qué ellas no ocupaban un espacio importante entre mis referentes? ¿Por qué no fueron nunca el ejemplo a seguir? ¿Por qué de niña no quería ser como ellas?
Resulta extraño, ahora que vivimos afortunadamente en una sociedad feminista, preguntarse algo tan obvio. Pero volvemos la vista atrás en nuestras casas y encontramos historias parecidas. Todo lo que llegaba a casa, lo importante, las alegrías y las proezas, las buenas noticias, siempre venían de la misma voz. Nos contaron que sólo trabajaba el hombre, que era él el que merecía descansar al llegar a casa. Silenciamos y pusimos a la sombra a aquellas que hacían las tareas domésticas, que se arremangaban las mangas y las faldas en nuestros pueblos, que ayudaban en las parideras, que trabajaban el huerto, cuidaban las gallinas, recogían aceitunas. Les quitaron la luz para que el centro de atención y los cimientos de la casa alumbraran siempre al mismo, para que los demás no desviáramos la vista, ni perdiéramos la atención. Teníamos como normal que nuestras madres y nuestras abuelas se encargaran de todo y pudieran con todo: la casa, los cuidados, los hijos, el campo, los animales. Les quitamos sus historias y no nos inmutamos. Dejamos que fueran ellos los que contaran, los que siguieran marcando el camino para los demás. A ellas, a nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías, las veíamos como algo extraño y familiar a la vez, algo cercano pero que pertenece a otra galaxia, con otro horario y otra atmósfera. Ellas nos hablaban y contaban, pero no las entendíamos, porque, sencillamente, no las escuchábamos. Las pautas que nos habían dado hasta ahora venían prácticamente en su totalidad desde el género masculino.
¿Cómo se escribe sobre lo que no se valora? ¿Cómo sacar de la sombra lo que se arrincona y se deja allí como algo normal? ¿Cómo reescribirlas? ¿Cómo devolverles la voz y la palabra que siempre han tenido pero que no ha sido escuchada ni tenida en cuenta? ¿Cómo involucrarlas en nuestras historias si en nuestro lenguaje y nuestra narrativa no han tenido cabida como protagonistas nunca?
Y no todo se reduce al ámbito doméstico. Este aislamiento de las mujeres es una enfermedad que ha sabido expandirse por todos los estratos. Me siento igual que alguien que descubre las habitaciones de una casa abandonada y va entrando, cuarto por cuarto, levantando las sábanas que cubren los muebles y buscando un reflejo en las ventanas y en los espejos. No. No es sólo la casa en la que crecí. La infección llegaba a todas las capas de mi vida: el colegio, la universidad, mi trabajo.
Los libros entre los que crecí, todos esos apuntes y manuales de consulta con los que pasé tantas horas en la biblioteca, guías de animales y de aves, todas esas novelas, esos cuentos y esos poemas, todos, prácticamente en su totalidad, escritos por el mismo sexo. Todos aquellos a los que admiré y seguí: científicos, ecologistas, pensadores, veterinarios, pastores, agricultores, jornaleros, ganaderos, conservacionistas, divulgadores, todos ellos, todos, absolutamente todos, hombres. [...]
¿Dónde estaban las mujeres?
María Sánchez. Tierra de mujeres. Seix Barral, 2019)