La narrativa durante los años setenta y ochenta
Una vez iniciada la transición, el panorama de la narrativa española se amplió y diversificó por varias razones. Por un lado, continuó la llegada de influencias extranjeras, muy mermadas anteriormente por la censura y el ambiente cerrado del país; comenzaron a editarse, también, libros de autores españoles exiliados o cuyas obras habían sido rechazadas por el franquismo, como Jorge Semprún, Mercé Rodoreda o Max Aub. Además, se acrecentó la difusión de las novelas del boom latinoamericano, de autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Julio Cortázar, que significaron un soplo de aire fresco y diferente en cuanto al estilo y la experimentación literaria.
Por otro lado, se fue asentando en el país un mundo editorial joven y nuevo, que tanto editaba y reeditaba a grandes autores como descubría talentos emergentes. Estas editoriales independientes, como Anagrama, Tusquets o, en poesía, Visor, habían despegado a principios de los setenta y desempeñaron un papel importante en el crecimiento del número de lectores que experimentó la literatura española en las primeras décadas de la democracia. Asimismo, la concesión de grandes premios literarios (principalmente el Nadal y el Planeta) a autores jóvenes y la creación de nuevas rotativas de diarios, como El País, donde los intelectuales y escritores tenían espacio como columnistas, contribuyeron a construir un mundo cultural renovado en torno a la literatura y, especialmente, a la narrativa de ficción.
En este ambiente, además de los autores ya consagrados anteriormente, comenzaron a surgir nuevas voces. Todavía en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza (1943), que conjugó la experimentación y la narrativa tradicional en una forma desenfadada de hacer novela, y el premio Nadal fue para Las ninfas, de Francisco Umbral (1932-2007), columnista y escritor prolífico que durante los siguientes años desplegó una prosa torrencial, lírica y pseudobiográfica, inspirada en Valle-Inclán y los autores del 27, que influyó en muchos novelistas posteriores.
La fiebre de la experimentación se había sosegado y durante los últimos años setenta una serie de autores jóvenes volvieron a un estilo más clásico, a una narrativa lineal o con saltos muy controlados donde el argumento, la trama, es lo fundamental, aunque la forma recoge influencias europeas e hispanoamericanas contemporáneas. En este grupo, heredero de la prosa de Juan Benet, encontramos a José María Merino o Luis Mateo Díez. Esta misma línea continuó en los años ochenta, cuando se dieron a conocer autores que marcarán el paso durante las siguientes décadas:
- Antonio Muñoz Molina (1956) debutó con Beatus ille (1986), una novela de forma tradicional sobre la memoria de la guerra civil. Es un autor que desde entonces ha cosechado gran éxito de crítica y público con su producción literaria, en la que conjuga la alta cultura europea con la cultura popular con un estilo cuidado y con sólidas tramas.
- Luis Landero (1948) publicó en 1989 Juegos de la edad tardía, una obra de estilo cervantino sobre una vida falta de esperanzas.
- Juan José Millás (1946) había debutado antes con novelas más experimentales, pero encontró su tono, entre lo cotidiano y lo onírico, con El desorden de tu nombre (1987). Millás es un autor muy querido por el público, principalmente a partir de sus Articuentos, piezas breves entre la columna periodística y el relato ficcional.
- Almudena Grandes (1960) debutó con Las edades de Lulú (1989), una novela erótica que impulsó este subgénero en España; la obra posterior de la escritora pivota sobre historias personales (sobre todo de mujeres) insertas en el contexto histórico del siglo XX y XXI español, desde la II República y la guerra civil hasta los últimos años, al modo de Galdós en sus Episodios nacionales.
Por otra parte, la tendencia experimentalista también había encontrado su sitio, y en 1981 triunfó Belver Yin, el debut literario de Jesús Ferrero (1952), una obra de reminiscencias clásicas y orientales que inauguró lo que se llamó «La nueva novela». En esta línea más arriesgada e innovadora se sitúa también enseguida Enrique Vila-Matas (1948): es autor de obras que mezclan narrativa de ficción y no ficción, constantes referencias metaliterarias y una gran presencia de la cultura europea contemporánea, como en Historia abreviada de la literatura portátil (1985).
Además, se dio también un renacer de la narrativa breve, con libros de cuentos como El sur (1985), de Adelaida García Morales, u Obabakoak (1988), de Bernardo Atxaga. Dentro de esta modalidad, se desarrolló con fuerza el relato fantástico o de ciencia-ficción, con autoras como Cristina Fernández Cubas (Mi hermana Elba, 1980) o Elia Barceló, que debutó con Sagrada en 1989. Como sucedería también en la década siguiente, el mundo del cine convirtió algunos de estos relatos en películas que los dieron a conocer al gran público.