En el siglo XVIII, Gran Bretaña dominaba amplios territorios dispersos por todo el mundo. Sin embargo, como principales posesiones estaban aquellas que históricamente se denominaron las Trece Colonias, situadas en la costa atlántica de Norteamérica. El poder sobre ellas lo ostentaba la Corona Británica desde que, en 1607, se fundó Jamestown, el primer asentamiento de colonos británicos en América del Norte. 

Aunque gozaban de cierta autonomía, las colonias pronto comenzaron a generar recelos en Gran Bretaña como consecuencias de su pujanza económica. Los cinco colonias del sur basaban su economía en la agricultura, en especial en plantaciones de tabaco, algodón y arroz, con un sistema esclavista y controladas por una alta burguesía propietaria de la tierra. En cambio, las ocho colonias del norte desarrollaron un fuerte sistema comercial y una pujante industria.

Socialmente, las Trece Colonias vivieron una emigración masiva, llegando a multiplicar su población por diez veces más desde finales del siglo XVII a la mitad del siglo XVIII. Este aumento fue principalmente debido a la llegada de europeos, sobre todo escoceses, irlandeses e ingleses, y también por el comercio de esclavos. 

Para gobernar estas colonias, el rey de Gran Bretaña elegía un gobernador. Además, estos territorios contaban con un consejo, que hacía las veces de cámara de representación, así como de una asamblea legislativa. Ahora bien, esta forma de elección, bastante democrática, variaba ligeramente en función de la colonia a la que nos refiramos.