"Todo para el pueblo, pero sin el pueblo"
En la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII, a excepción de Inglaterra y su parlamentarismo, el régimen absolutista seguía siendo dominante en las monarquías europeas. Sin embargo, se fue configurando una nueva forma de gobierno que trataba de compatibilizar las ideas de la Ilustración, que había triunfado en numerosos países, con el absolutismo. A pesar de que los reyes seguían ejerciendo el poder absoluto, tomaron buena cuenta de las ideas ilustradas de progreso, racionalización y modernidad.
Una buena parte de los soberanos europeos se hicieron eco de esta nueva forma de gobierno, como fue el caso de Federico II de Prusia, Carlos III de España, María Teresa de Austria o Catalina II de Rusia. Estos promovieron ciertas reformas en sus territorios con la voluntad de actuar en favor de su pueblo. De hecho, aunque mantenían su poder absoluto, incentivaron la cultura y mejoraron las condiciones de vida de sus gentes
Sin embargo, existía una fuerte contradicción entre el reformismo, sobre todo en aspectos económicos, y el poder absoluto y la sociedad estamental que se mantenían. Por ello, a finales del siglo XVIII, estallaron las grandes revoluciones liberales, como la Revolución francesa o la Revolución americana.