Saltar la navegación

Texto 2

Tras la Revolución de 1868 («La Gloriosa»), Amparo y las tabaqueras aguardan la proclamación de la República —«La Federal»— , en la que tienen puesta todas sus esperanzas, pero esta no acaba de llegar. En su lugar se produce el advenimiento de un nueva dinastía monárquica en la persona de Amadeo I de Saboya. En este capítulo asistimos al descontento progresivo de las trabajadoras, que ven cómo sus condiciones laborales se van precarizando más y más. Al tiempo, Amparo, que ha venido mostrando un papel muy activo en lucha por la mejora de las condiciones laborales en la fábrica, rebaja su protagonismo en ella por motivos que quedan plasmados en el texto.

Lectura

Capítulo XXIX: Un delito

Desde la venida de Amadeo I tenían las cigarreras de Marineda a quién echar la culpa de todos los males que afligían a la Fábrica. Cuando caminaba hacia España el nuevo Rey, leíanse en los talleres, con pasión vehementísima, todos los periódicos que decían: «No vendrá». Y el caso es que vino, con gran asombro de las operarias, a quienes la prensa roja había vaticinado que la monarquía era «un yerto cadáver, sentenciado por la civilización a no abandonar su tumba». Alguna cigarrera abogó por el hijo de Víctor Manuel, rey liberal al cabo, que daba la mano a todos y no tenía maldita la soberbia; pero la inmensa mayoría convino en que, al fin, un rey siempre era un rey, y en que la monarquía no era la república federal, verdades tan palmarias que, por último, los disidentes hubieron de reconocerlas.

Otros motivos de irritación ayudaban a soliviantar los ánimos. Escaseaban las consignas y la hoja tan pronto era quebradiza y seca, como podrida y húmeda. No, trabajo habían de pasar los que fumasen semejante veneno; pero las que lo manejaban también estaban servidas. Al ir a estirar la hoja para hacer las capas, en vez de extenderse, se rompía, y en fabricar un cigarro se tardaba el tiempo que antes en concluir dos; y para mayor ignominia, había que echarle remiendos a la capa por el revés lo mismo que a una camisa vieja, lo cual era gran vergüenza para una cigarrera honrada y que sabe su obligación al dedillo. Las operarias alzaban los brazos ejecutando la desesperada pantomima popular, llevándose ambas manos a la cabeza, a la frente, al pecho, señalando con enérgicos ademanes el tabaco averiado e inútil, de imposible elaboración. Tan alteradas estaban, que al pasar las maestras les metían puñados de hoja en las narices, gritando que «olía a berzas»; y, envalentonándose, lo hicieron también con los inspectores, y si el jefe se hubiera presentado en los talleres, apostaban que con el jefe repetirían la escena. En vano algunas maestras intentaron calmar el oleaje prometiendo, para el entrante mes, nuevas consignas: seguían las turbulencias porque aquel Gobierno maldito, no contento con enviarles hoja de desperdicio, para más, daba en la flor de no pagarles. Pasaban días y días sin que la cobranza se abriese, y las pobres mujeres, tímidamente al principio, después en voz alta y angustiosa, preguntaban a las maestras: «Y luego, ¿cuándo nos darán los cuartos?». Fue en crescendo el run run y se convirtió en formidable marejada. El instinto que impele a los amotinados a ponerse a las órdenes de alguien, aconsejó a las operarias del taller de cigarrillos arrimarse a Amparo buscando el calor de su tribunicia frase. Halláronse chasqueadas: Amparo no dio fuego. Oyó a todas y convino con ellas en que, efectivamente, era una picardía no pagarles lo suyo; y, ventilado este punto, siguió liando pitillos, sin añadir arenga, excitación, sermón político ni cosa que lo valiese. Admiradas se quedaron las turbas de semejante frialdad. ¡Si pudiesen penetrar en lo íntimo del alma de Amparo, en aquellos inexplorados rincones donde quizá ella misma no sabía con total exactitud lo que guardaba! ¡Si hubiesen visto brotar una figurita chica, chica y remotísima, como las que se ven con los anteojos de teatro cogidos a la inversa, pero que iba creciendo con rapidez asombrosa, y que en la nomenclatura interior de las ilusiones se llamaba señora de Sobrado! ¡Si advirtiesen cómo esa señora, microscópica, aun vestida del color del deseo, iba avanzando, avanzando, hasta colocarse en el eminente puesto que antes ocupaba la Tribuna, que se retiraba al fondo envuelta en su manto de un rojo más pálido cada vez!

Atribuyose a otras causas la indiferencia de la oradora. Amparo tenía los dedos listos y una boca no más que mantener; la crisis económica no podía importarle tanto como a las que reunían seis hijos, tres o cuatro hermanos, familia dilatada, sin más recursos que el trabajo de una mujer. El tiempo corría, y en la tienda se cansaban de fiarles; se veían perdidas, ¿cómo salir del apuro? ¡A los angelitos no era cosa de darles a comer las piedras de la calle! Guardiana, hablando de su sordo-muda, partía el corazón; ella primero consentía morir, que privar a la niña de su cascarillita con azúcar y de su pan fresco de trigo; si era preciso, pediría una limosna: no sería la primera vez; y al oír esto todas sus amigas la atajaron: ¡pedir limosna!, ¡qué humillación para la Fábrica! No; se ayudarían mutuamente, como siempre; las que estaban mejor se rascarían el bolsillo para atender a las más necesitadas; y en efecto, así se hizo, verificándose numerosas cuestaciones, siempre con fruto abundante.

Cierto día se difundió por la Fábrica siniestro rumor: Rita de la Riberilla, una operaria, había sido cogida con tabaco. ¡Con tabaco! ¡Jesús, si parecía una santa aquella mujer chiquita, flaca, con los ojos ribeteados de llorar, que solía atarse a la cara un pañuelo negro a causa, quizá, del dolor de muelas! Pero algunas cigarreras, mejor informadas, se echaron a reír: ¿dolor de muelas?, ¡ya baja! Era que su marido la solfeaba todas las noches, y ella, por tapar los tolondrones y cardenales, se empañicaba así; también una vez se presentó arrastrando la pierna derecha y diciendo que tenía reúma, y la reúma era un lapo atroz sacudido por él. Cuando llevaron a la culpable al despacho del jefe, lo primero que hizo fue llorar sin responder; y al cabo, hostigada ya, asaeteada a preguntas, se resolvía a confesar que «el marido» la abría a golpes si no le llevaba todos los días tres cigarros de a cuarto... La Comadreja, con su carilla acutangular, cómicamente fruncida, remedaba a la perfección los entrecortados sollozos, el hipo y las súplicas de la delincuente.

—Tres cig...aaaarros, señor menistrad...ooooor, tres cig...aaaarros sólo, que aun yo de aquí viva no saaaal...ga si otra triste hilacha de taaaaab...aco apañé... que yo no lo hiiiice por cudicia, tan cierto como que Dios bendito está en los diiiivinos sielos, sino que el marido me da con el formón, que, perdonando la cara de usté, en una pierna me cortó la carne, que puedo enseñar la llaga, que aún no curó... Y él sólo quería el tabaco para fuuumar, que no era para vender ni hacer negocio... Y ahora yo pierdo el pan, y mis hijos también... Porque escuche, y perdone: él me decía: «Ya que no traes cuartos hace un mes a la casa, tan siquiera trae cigarros...».

El taller entero, a vueltas de la risa que le causaba la graciosa mímica de Ana, rompió en exclamaciones de lástima: robar no estaba bien hecho, claro que no; pero también hay que ponerse en la situación de cada uno; ¿cómo se había de gobernar la infeliz, si su marido la partía y hacía picadillo con ella? ¡Ay! ¡Dios nos libre de un mal hombre, de un vicioso! En fin, no era razón dejar morir de hambre a los chiquillos de la Rita; la Fábrica daba limosna a bastantes pobres de fuera: con más motivo a los de dentro; y la maestra recorrió el taller con el delantal hecho bolsa, y llovieron en él cuartos, perros y monedas de diferentes calibres en gran abundancia. Al llegar frente a Amparo esta tuvo un rasgo que fue aplaudidísimo y le conquistó otra vez gran popularidad. Hacía ya una semana que la pitillera vivía del crédito, porque sus gastos de vestir la traían siempre atrasada; y cuando la cuestora se acercó a pedirle, no tenía la futura señora de Sobrado ni un ochavo roñoso en el bolsillo. Pero, cosa de un mes antes, había realizado uno de sus caprichos, comprando con las economías, en otro tiempo destinadas a salvar a la Asamblea, un par de pendientes largos de oro bajo, que eran su orgullo: quitóselos sin vacilar, y los echó en el delantal de la maestra. Alzose un clamoreo, una aprobación ruidosa y vehemente, gritos agudos, voces humedecidas por el llanto, bendiciones casi inarticuladas; y al punto, dos o tres objetos más de escaso valor, una sortija de plata, un dedal de lo mismo, vinieron despedidos desde las mesas próximas, cayeron en el delantal y se mezclaron con la calderilla.

Aquella tarde, al salir de los talleres, vieron las operarias, colgado cerca del quicio de la puerta, el cartel de rigor: «Habiendo sido cogida con tabaco en el acto del registro la operaria del taller de cigarros comunes, Rita Méndez, del partido núm. 3, rancho 11, queda expulsada para siempre de la Fábrica.- El Administrador Jefe, FULANO DE TAL».

Colocadas a ambos lados de la escalera, las cuadrilleras vigilaban para que el despejo se hiciese con orden; y sentadas ya en sus sillas, esperaban las maestras, más serias que de costumbre, a fin de proceder al registro. Acercábanse las operarias como abochornadas, y alzaban de prisa sus ropas, empeñándose en que se viese que no había gatuperio ni contrabando... Y las manos de las maestras palpaban y recorrían con inusitada severidad la cintura, el sobaco, el seno, y sus dedos rígidos, endurecidos por la sospecha, penetraban en las faltriqueras, separaban los pliegues de las sayas... Mientras los bandos de mujeres iban saliendo con la cabeza caída —humilladas todas por el ajeno delito—, el reloj antiguo de pesas, de tosca madera, pintado de color de ocre con churriguerescos adornos dorados, que dominaba el zaguán grave y austero como un juez, dio las seis.


Emilia Pardo Bazán: La Tribuna, 1883 (Cátedra, 2006, pp. 207-211)

En este contexto, directrices, instrucciones.

Controlaban y registraban a las cigarreras a la salida del trabajo.

Controlaban y registraban a las cigarreras a la salida del trabajo.

Cuestiones para el coloquio

  1. Emilia Pardo Bazán se documentó in situ, tal y como hacían los escritores del realismo y del naturalismo, acerca de las condiciones laborales de las trabajadoras de la Fábrica de Tabacos de su ciudad natal, lo que se aprecia en las detalladas descripciones de espacios, objetos y quehaceres. Ello le lleva a trasladar también las reivindicaciones de las cigarreras: ¿cuáles son? ¿Desde qué posición las presenta doña Emilia, desde la empatía o desde la distancia? Argumentad vuestras respuestas apoyándoos en palabras y expresiones del texto.
  2. Durante los primeros capítulos de la novela, la semblanza de Amparo se centra en el crecimiento de su conciencia política y su proyección pública dentro y fuera de la fábrica, lo que la hace ser merecedora del apelativo de la Tribuna. En el tramo final de la misma cobra paulatinamente más relevancia su anhelo individual de ver efectivamente anuladas las diferencias sociales (por más que ella rechace de manera muy despectiva al pretendiente de origen humilde). Pardo Bazán da cuenta de esta anteposición de la utopía personal sobre la política mediante una acertada metáfora. Localizadla y explicad la relación entre los términos reales y metafóricos.

  3. La segunda parte del fragmento nos recuerda el asunto central de uno de los seleccionados en Tea Rooms: los pequeños hurtos de una de las trabajadoras, impulsada por la miseria, y el castigo subsiguiente. ¿Cómo es la semblanza que Pardo Bazán hace de las cigarreras, qué rasgo destaca en ellas? ¿Qué semejanzas y qué diferencias observáis entre los dos textos, el de Tea Rooms y el de La Tribuna, en lo que respecta a sus temas y sus protagonistas, al conflicto y desenlace presentados?

Creado con eXeLearning (Ventana nueva)

Financiado por la Unión Europea — Ministerio de Educación y Formación Profesional (Gobierno de España) — Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia