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Texto 4

Pasan los meses, y lo que era ardor inicialmente en Baltasar se ha ido apagando. Cuando Amparo le comunica que está embarazada y lo insta a cumplir la palabra dada, Baltasar balbucea excusas y se desentiende de la chica. Se deshace de ella como de un cigarro ya consumido.

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Capítulo XXXIV: Segunda hazaña de la Tribuna

[...]

La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre. ¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas, quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy complaciente, para los ricos!

Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.

—Sí, sí... ¡esperar por eso, papanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo la levita y burlándose bien!

—No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda —decía la Comadreja a Guardiana—, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la de García.

—¡Bribón! —exclamaba la Guardiana—. Y ¿quién lo ve, tan juicioso como parece?

—Pues conforme te lo digo.

—Amparo tampoco debió hacerle caso.

—Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

—¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones? —replicó la muchacha—. Pues si no hubiese más que... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que la honradez... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja embobar.

—Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

—A mí también. Lástima, sí.

Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan que llevar a la boca!

Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

—¡Qué cuenta tan larga... —proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras...—, qué cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda! Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen, durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta, retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino...

—Pero el que lo tiene, lo tiene— interrumpía la conservadora Comadreja.

—Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

—El que está debajo, mujer, debajito se queda.

—¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la Comun... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos hacer aquí, si no nos pagan.

[...]

—Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es que nos abonen lo nuestro.

—No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia de unos zampar y ayunar otros.

—Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.

—Ni yo.

—Ni yo.

—Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien determinadas a armar el gran cristo...

—¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?

—Bueno.

—Pues venir temprano... tempranito.

A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que, más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería. [...]

— ¿Qué sucede? ¿Qué significa este escándalo? —preguntó [el inspector de labores] a Amparo, a quien halló más próxima. —¿Qué modo es este de entrar en los talleres?

—Es que no entramos hoy— respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron la frase.

—No se entra, no se entra.

—No entran... ¿pues qué pasa?

—Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.

—No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia seca!—clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al inspector.

—¿Pero qué piden ustedes?

—¿No oyes, hijo? Jos-ti-cia —berreó una desvenadora al oído mismo del empleado.

—Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen— exclamó enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía tempestuoso.

Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que...

—No nos da la gana.

—¡Que baile el can—can!

—¡Muera!

Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.

—No pedimos nada que no sea nuestro —explicó Amparo con gran sosiego—. Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un cuarto... Nuestro dinero, y abur.

—Voy a consultar con mis superiores —respondió el inspector, retirándose entre vociferaciones y risotadas.

Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».

—Si nos pagan —declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca—, es que nos tienen miedo. ¡Adelante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.

— Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite —gruñó la voz oscura de la vieja—. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la necesidá y los trabajitos que uno pasa!

—Orden y unión, ciudadanas... —repetía Amparo con los brazos extendidos.

Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

—¿Qué recado nos traen? —gritaron al inspector las sublevadas.

—Oíganme ustedes.

—Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.

—Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no puedo perder el tiempo.

—Se pagará... hoy mismo..., un mes de los que se adeudan.

Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas. «¿El pagan, sí o no? Pagan... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no consentir...; todo junto!». Amparo tomó la palabra.

—Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables e individuales... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión más impía se nos pueden incautar...

—Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos meses... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios... De lo contrario, la guardia va a proceder al despejo...

—¡La guardia! ¡Que nos la echen! ¡Que venga! ¡Acá la guardia!

Cuatro soldados al mando de un cabo, total cinco hombres, bregaban ya en la puerta de entrada con las más reacias y temibles. No tenían, dijeron ellos después, corazón para hacer uso de sus armas; aparte de que no se les había mandado tampoco semejante cosa. Limitábanse a coger del brazo a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas, amenazas sordas y feroces.

Pero sucedió que un soldado, al cual una cigarrera clavó las uñas en la nuca, echó a correr, trajo de la garita el fusil y apuntó al grupo: al instante mismo un pánico indecible se apoderó de las más cercanas, y se oyeron gritos convulsivos, imprecaciones, súplicas desgarradoras, ayes de dolor que partían el alma, y las mujeres, en revuelto tropel, se precipitaron fuera del zaguán, y corrieron buscando la salida del patio, empujándose, cayendo, pisoteándose en su ciego terror, arracimadas como locas en la puerta, impidiéndose mutuamente salir, y chillando lo mismo que si todas las ametralladoras del mundo se tuviesen apuntadas y prontas a disparar contra ellas.

Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos.

Emilia Pardo Bazán: La Tribuna, 1883 (Cátedra, 2006, pp. 237-244)

venganza

Cuestiones para el coloquio

  1. El fragmento recoge la doble injusticia que atraviesa las vidas de las cigarreras, el doble drama que atraviesa la vida de Amparo: uno, al inicio del texto, tiene que ver con su condición de mujeres; el otro, con su condición de trabajadoras. ¿Con qué palabras se alude a esta doble injusticia? ¿Qué solución propone el texto para cada una de ellas? Dado el devenir argumental de la novela, ¿el desenlace resulta esperanzador o fatalista?

  2. Comparad este texto con los fragmentos trabajados de Tea Rooms y señalad semejanzas y diferencias entre Matilde y Amparo y sus respectivas compañeras de trabajo tanto en su actitud hacia los hombres como hacia las injusticias laborales.

  3. Una última cuestión. Emilia Pardo Bazán afirma en el prólogo que sus coetáneos Galdós y Pereda abrieron camino para que los novelistas pudieran hacer hablar a sus personajes como realmente se habla en los entornos en los que el escritor los sitúa. De ahí que el habla de las cigarreras esté llena de vulgarismos, algo atenuados en el caso de Amparo, dado que ella al menos sí ha tenido acceso a una instrucción elemental. Lo que ocurre es que hay formas de reflejar el habla popular que las dignifican y otras que las ridiculizan. ¿Qué efecto os ha producido a vosotros el modo en que Pardo Bazán recoge el modo de hablar de los personajes? ¿Favorece la empatía o la distancia del lector hacia ellos? ¿Cuál creéis que es la mirada de la autora? Explicad vuestras conclusiones.

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